«Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28).
Ese fatídico 6 de agosto de 1945, el bombardero estadounidense B-29/ llamado Enola Gay y piloteado por el teniente coronel Paul Tibbets, lanzó la bomba «Little Boy» [Niño pequeño] sobre Hiroshima. Explotó a las 8:15, a una altitud de 600 metros sobre la ciudad japonesa y mató, aproximadamente, a 140 mil personas. El 15 de agosto, el Imperio de Japón anunció su rendición incondicional ante los aliados, concluyó así la Guerra del Pacífico y, por lo tanto, la Segunda Guerra Mundial. Este evento es uno de los actos de guerra más letales, dado el poder residual de destrucción de la energía atómica. Con solo dejar caer una bomba, casi 150 mil personas fueron aniquiladas. Después de detonada exitosamente la bomba en Hiroshima, Robert Oppenheimer, «padre de la bomba atómica», apareció en una asamblea en Los Álamos «sujetando sus manos como un campeón de boxeo’! Una encuesta de la revista Fortune, a fines de 1945, mostró que solo uno de cada diez estadounidenses deseó que no se detonaran las bombas atómicas.
¿Cómo se llega a tomar tal decisión? ¿Qué pasó por la mente de quienes decidieron emplear esta arma de destrucción masiva? Durante la guerra, ¿se toleró una retórica aniquilacionista en todos los niveles de la sociedad estadounidense? Según la embajada británica en Washington, consideraban a los japoneses una «masa informe de alimañas». Se publicaban caricaturas de japoneses representados como infrahumanos; era común que aparecieran como monos. Una encuesta de opinión de 1944 arrojó que el 13% del público estaba a favor de «aniquilaros» a todos: hombres, mujeres y niños.
Las grandes matanzas ocurridas a lo largo de los últimos siglos tienen en común que fueron justificadas rebajando, a un nivel infrahumano, el valor de aquellos a quienes se quería aniquilar. La lógica sería: dado que ese grupo de personas, ya sean los judíos durante el régimen de Hitler o los japoneses antes de Hiroshima, son menos que humanos, no es pecado capital el destruirlos.
Es el verdadero resultado de la xenofobia y el racismo. El primer paso es la segregación y el desprecio. Cuando se logra representar a tales personas con características infrahumanas y convencer de su peligrosidad, Io siguiente es la aniquilación y la destrucción total.
Por el contrario, todo el ministerio de Jesús estuvo centrado en el valor inalienable de la vida humana y la posibilidad de restaurar la imagen de Dios en todo hombre. No buscó segregar, sino integrar. No intentó destruir, sino traer vida.
¿Cuál será nuestra actitud hoy hacia todas las personas? MB