«No escondas tu rostro de mí! ¡No apartes con ira a tu siervo! ¡Mi ayuda has sido! No me dejes ni me desampares, Dios de mi salvación». Salmos 27: 9.
JULIO ABRIÓ LA CAJA con cuidado e intriga: era un regalo que, según los primos, el tío José le había dejado antes de fallecer. A Julio le pareció curioso que el tío se hubiera acordado de él ya que, en vida, daba la impresión de que no sentía ningún afecto por el sobrino.
Dentro de la caja, encontró un par de guantes forrados en piel. Como vivía en un clima tropical, no necesitaba de los guantes, y los guardó en una gaveta. Con el tiempo, se olvidó de ellos. Algún tiempo después, lo llamaron para trabajar en una ciudad de clima frío, y entonces se acordó de los guantes. ¡Al fin daría uso a un regalo que siempre consideró una burla del tío!
Al colocar la mano en uno de los guantes, sintió algo que le incomodaba el dedo pulgar. Somrendido, vio que era un billete, enrollado, de cien dólares. Revisó los otros dedos del guante, y descubrió que en cada uno de ellos había un billete de cien dólares. Los billetes habían estado allí todo el tiempo, pero él no se había dado cuenta. El primer pensamiento que surgió en la mente de Julio fue de arrepentimiento: ¡había estado equivocado todo el tiempo! Creía que el tío se burlaba de él y, por el contrario, el anciano, que no había sido un hombre rico, le estaba dejando una buena herencia.
Es el riesgo que los seres humanos corremos: cada vez que el dolor toca a la puerta de tu corazón, piensas que Dios se ha olvidado de ti o que no le importas. El texto de hoy muestra la oración de David, en ese sentido: él pensaba que, en el momento de mayor necesidad, Dios lo abandonaba.
Un día, en el Reino de los cielos, con seguridad serán aclaradas muchas cosas. Entonces entenderás que todas las veces que pensaste que Dios te había dejado, estaba más cerca de ti de lo que tú podías imaginar.
Por eso hoy sal de casa para afrontar los trabajos que te esperan seguro del amor de Dios. Puede haber neblina o lluvia torrencial; puede brillar el sol o no. Pero nada de lo que te hace sufrir nace en la mente divina; no pienses que Dios te está castigando por algo. Recuerda las palabras del Salmista: «No escondas tu rostro de mí. No apartes con ira a tu siervo; mi ayuda has sido. No me dejes ni me desampares, Dios de mi salvación».