«La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad». Romanos 1: 18.
LAS ANGOSTAS CALLEJUELAS del pueblecito nos llevaron hasta el único hotel. Había comenzado a nevar, y el frío atravesaba el abrigo de lana que vestía. Era un pequeño hotel, de pocas habitaciones y techo de calamina. Para pasar una noche de emergencia, estaba más que bien.
El recepcionista, un hombre obeso, mal encarado, nos recibió de mala gana. Al enterarse de que éramos pastores, vociferó y espetó pestes de Dios y de los creyentes. No le hicimos caso; pagamos y entramos. «Es un hombre sin cultura», me comentó mi compañero, en un intento de amenizar la actitud grosera del hombrón. Tal vez sí; quizás él dijo todo aquello porque le faltaba cultura. Pero la impiedad, que significa irreverencia contra Dios, no es patrimonio de gente sin cultura.
La mañana en que escribo este devocional, los periódicos publican la noticia de que la escritora Ariane Sherine y el biólogo Richard Dawkins iniciaron una campaña publicitaria, en el servicio de ómnibus de Londres. Enormes pancartas exhiben la frase: «Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y vive la vida».
Los autores de la campaña alegan que se trata de una reacción en contra de la histeria de los cristianos que, frente a la crisis económica que asusta al mundo, dicen que es el juicio divino sobre la humanidad impenitente.
Hay dos problemas detrás de la noticia: el primero es la «impiedad» del hombre moderno. San Pablo ya anunció que esta sería una característica de los tiempos previos a la segunda venida de Cristo.
El segundo problema es la idea equivocada de la ira divina. La palabra «ira», en hebreo, es orge, que literalmente significa «impulso violento», pero que también significa «indignación» o «rechazo». Tú no puedes imaginar a Dios llevado a actuar por un impulso violento; eso es propio de la naturaleza pecaminosa. Dios es santo; en él no tienen cabida los «impulsos violentos».
Por otro lado, Dios tampoco acepta la actitud rebelde e irreverente del ser humano: lo libera a su propia destrucción. Dios no necesita hacer nada para destruir al impío; es solo dejarlo, y él se autodestruirá.
Hoy es día de buena nueva; hoy es el día de salvación. Este es el momento de reconocer a Dios, y de permitir que él tome el control de la vida. Porque «la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad».