«El temor del Señor es fuente de vida». Proverbios 14: 27, NVI
NADA TIENDE más a fomentar la salud del cuerpo y del alma que un espíritu de agradecimiento y alabanza. Resistir a la melancolía, a los pensamientos y sentimientos de descontento, es un deber tan importante como el de orar. Si estamos destinados para el cielo, ¿cómo podemos portarnos como un séquito de plañideras, gimiendo y lamentándonos a lo largo de todo el camino que conduce a la casa de nuestro Padre?
Los profesos cristianos que están siempre lamentándose y parecen creer que la alegría y el gozo fueran pecados, desconocen la religión verdadera. Los que solo se complacen en lo melancólico de la naturaleza, que prefieren mirar hojas muertas a hermosas flores vivas, que no ven belleza alguna en los altos montes ni en los valles cubiertos de verde césped, que cierran sus sentidos para no oír la alegre voz que les habla en la naturaleza, música siempre suave para todo oído atento, los tales no están en Cristo. Se están preparando tristezas y tinieblas, cuando bien pudieran gozar de dicha, y la luz del Sol de justicia podría despuntar en sus corazones llevándoles salud en sus rayos. Puede suceder a menudo que nuestro espíritu se nuble de dolor. No tratemos entonces de pensar. Sabemos que Jesús nos ama. Comprende nuestra debilidad. Podemos hacer su voluntad descansando sencillamente en sus brazos.
Es una ley de la naturaleza que cuando expresamos nuestros pensamientos y sentimientos) los alentamos y los fortalecemos. Aunque las palabras expresan los pensamientos, estos a su vez siguen a las palabras. Si diéramos más expresión a nuestra fe, si nos alegráramos más de las bendiciones que sabemos que tenemos: la gran misericordia Y el gran amor de Dios, tendríamos más fe y gozo. Ninguna lengua puede expresar, ninguna mente finita puede concebir la bendición resultante de la debida apreciación de la bondad y el amor de Dios. Aun en la tierra puede ser nuestro gozo como una fuente inagotable, alimentada por las corrientes que manan del trono de Dios.
Enseñernos, pues, a nuestros corazones y a nuestros labios a alabar a Dios por su incomparable amor. Enseñemos a nuestras almas a tener esperanza, y a vivir en la luz que irradia de la cruz del Calvario. Nunca debemos olvidar que somos hijos del Rey celestial) del Señor de los ejércitos. Es nuestro privilegio confiar reposadamente en Dios.— El ministerio de curación, cap. 18, pp. 166-167.