«Jehová es mi roca y mi fortaleza, y mi libertador» (2 Samuel 22:2).
A falta de un hecho histórico, hoy tenemos dos.
Uno es el inicio de la llamada Edad Contemporánea. Muchos historiadores fechan el 17 de junio de 1789 como el comienzo de esta nueva etapa que deja atrás la Edad Moderna. Ese día, en Francia, se declaró la Asamblea Nacional, que operaría como transición entre un estado monárquico y la nueva república que se pretendía establecer luego de la Revolución Francesa (el movimiento político, social y económico que difundía los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad). La crisis económica era grande. La distribución de la riqueza estaba en manos de unos pocos (monarcas y clero) y el pueblo anhelaba un cambio.
El otro es la llegada a los Estados Unidos, en 1885, de un regalo que hizo Francia a ese país para conmemorar el centenario de la Declaración de la Independencia de este país. Se trata, nada más ni nada menos, que de la Estatua de la Libertad, que arribó al puerto de Nueva York el 17 de junio de 1885. La famosa estatua (cuyo nombre completo es «La libertad iluminando el mundo») se encuentra en la isla de la Libertad, al sur de la isla de Manhattan.
Ambos acontecimientos están relacionados con el cambio, las nuevas perspectivas y la libertad; una libertad que pretendían que iluminara al mundo. No obstante, con el correr de los años, esa luz se ha visto oscurecida por guerras, atentados terroristas, tráfico de drogas, corrupción política y desigualdad social. Lejos, muy lejos estamos, como sociedad mundial, de las utopías de la Revolución Francesa o de las «luces de libertad» que, con toda buena intención puede pregonar una estatua.
Es tiempo de un cambio, de una revolución… Es tiempo de iluminar al mundo con las verdades distintivas del evangelio eterno.
Hoy puede ser un día histórico. Ten en cuenta estas tres cosas: en este mundo de pecado nunca encontrarás la verdadera felicidad; la auténtica revolución es interior (y es una obra de Cristo); y no hay mejor libertad que la otorgada por Jesús.
«Cuando Cristo reina en el interior, hay pureza, libertad del pecado. En la vida se cumple la gloria, la plenitud, la totalidad del plan evangélico. La aceptación del Salvador produce un resplandor de perfecta paz, de amor perfecto, de perfecta seguridad» (Elena G. de White, Mensajes para los jóvenes, p. 1 15). PA