«Que la belleza de ustedes no dependa de lo externo, es decir, de peinados ostentosos, adornos de oro o vestidos lujosos, sino de lo interno, del corazón, de la belleza incorruptible de un espíritu cariñoso y sereno, pues este tipo de belleza es muy valorada por Dios». 1 Pedro 3:3-4. RVC.
EXISTE EN TODOS los seres humanos la tendencia natural a ser sentimentales más bien que prácticos. En vista de este hecho, es importante que los padres, en la educación de sus hijos, dirijan y eduquen sus mentes para que amen la verdad, el deber y la abnegación, y que posean una noble independencia, que elijan lo correcto aunque la mayoría elija el camino equivocado. Si conservan sano su cuerpo y dulce el temperamento, poseerán la verdadera belleza que podrán llevar con gracia divina.
Y no tendrán necesidad de adornarse con nada que no sea natural, pues eso siempre es la expresión de la ausencia del adorno interno del verdadero valor moral.
La belleza de un carácter afable es de gran valor a la vista de Dios. Y esa belleza siempre resulta atractiva sin llevar en ningún caso al descrédito. Los encantos naturales tienen colorido permanente. La religión pura de Jesús requiere de sus seguidores la sencillez de la belleza natural y el lustre del refinamiento natural y la pureza excelsa, antes que lo falso y artificial.— Conducción del niño, cap. 66, p. 418, adaptado.
Hay un adorno que no perecerá nunca, que promoverá la felicidad de todos los que nos rodean en esta vida y resplandecerá con lustre inmarcesible en el futuro inmortal.
Es el adorno de un espíritu manso y humilde.
De cuán poco valor son el oro o las perlas o los atavíos costosos en comparación con la gracia de Cristo. La gracia natural consiste en el equilibrio, o la proporción armoniosa de las partes, cada una con la otra; pero la empatía espiritual consiste en la arrnonía o semejanza de nuestra alma con Jesús.
Esto hará a su poseedor más precioso que el oro refinado, aun el oro de Ofir. Ciertamente, la gracia de Cristo es un adorno inapreciable. Eleva y ennoblece a su poseedor y refleja rayos de gloria sobre los demás, atrayéndolos también a la Fuente de luz y bendición.— Conducción del niño, cap. 66, p. 417.