«Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre» (Mat. 24:36, NVI).
Cuando tenía nueve años, mi tío Volmar y mi tía Yolanda vinieron a vivir a nuestra granja. Como tenían dos hijos aproximadamente de las mismas edades que mis hermanos y yo, estábamos emocionados de tener su compañía en nuestros juegos y paseos.
Los meses pasaron, y nuestra amistad se hizo tan estrecha que comenzamos a considerar a nuestros primos como hermanos. Después de un tiempo, sin embargo, tuvieron que mudarse a un Estado vecino.
Lloré mucho cuando se fueron, viendo la casa tan vacía. Pero entonces me controlé, y recordé que habían prometido que siempre nos visitarían durante las vacaciones y los días festivos.
Cuando vinieron a visitarnos, los recibimos con mucha alegría. Un hecho interesante sobre sus visitas es que les gustaba sorprendernos; por lo general, llegaban sin avisarnos que vendrían. A pesar de que estábamos emocionados por verlos, a menudo no estábamos preparados para recibirlos.
Con el tiempo nos acostumbramos a sus visitas imprevistas. De hecho, tomamos el hábito de limpiar la habitación justo antes de cada día festivo, para que no nos encontraran sin prepararnos para su visita. Por lo general, estaba dormida cuando ellos llegaban. Entonces me levantaba, y abrazaba a todos con exaltados gritos de alegría, feliz porque la habitación de huéspedes estaba lista para ellos. Y también estaba contenta porque ellos traían, normalmente, regalos muy bonitos para nosotros.
El estar preparados para las visitas sorpresa me hace pensar en la segunda venida de Jesús. Cuando él estuvo en esta tierra, creó lazos de amistad con sus discípulos. Pero después de un tiempo, tuvo que morir por nosotros, luego resucitó y ascendió al cielo. Los discípulos debieron de haber llorado por su partida. Sin embargo, Jesús prometió que volvería un día, no solo para visitar a sus amigos, -como mi tío, mí tía y mis primos lo hacían-, sino también para llevar a todos los que creen en él a su mansión celestial.
Él prometió que nunca se separaría de nosotros otra vez.
No sabemos exactamente cuándo regresará, pero nuestros corazones (nuestras pequeñas «habitaciones de huéspedes») siempre deben estar preparados para recibirlo. Cuando Cristo vuelva, aquellos que estén listos recibirán el mejor regalo del universo: una corona de piedras preciosas y la vida eterna. Pero la mejor parte es que ¡podremos disfrutar de su presencia eternamente! Mayla Magaieski Graepp