«¿No es verdad que cuando Acán hijo de Zera pecó al hurtar de lo que estaba destinado a la destrucción, la ira de Dios se descargó sobre toda la comunidad de Israel?» (Josué 22: 20, NVI),
Dios no podía haber sido más claro: todo lo tomado de la derrotada Jericó debía ir a su tesorería. Pero Acán tomó una túnica preciosa y algo de plata y oro, tan «poco» comparado con todo lo que había quedado. ¿Quién lo notaría? Entonces, los israelitas fueron derrotados en Hai. «Han tomado algo del anatema —dijo el Señor—. No estaré más con vosotros si no hacéis desaparecer el anatema» (Jos. 22: 11, 13).
Finalmente Acán confesó su desobediencia, pero para entonces ya todo el mundo conocía cada vil detalle. Nunca oímos a Acán pidiendo disculpas por el daño causado, ni arrepentirse por haber robado a Dios; ni siquiera lo oímos suplicando que su familia sea exonerada. Cuando nos acercamos demasiado al pecado, perdemos toda perspectiva, nos ciega su realidad mortal, nuestra razón es dominada por las promesas de la serpiente. Cuando nuestra pecaminosa codicia se sumerge en los pliegues de la valiosa túnica de Babilonia, inhalando la fragancia de la riqueza, el poder y la posición, no podemos oír la risa de la serpiente, ni darnos cuenta de que todo es mentira: nunca podremos disfrutar de esas ganancias mal habidas.
El pecado debemos enterrarlo fuera de nuestra vista, donde sus preciosos colores se desvanezcan y su valioso tejido se pudra. Antes de verlo en Acán, Dios vio ese tipo de pecado en Lucifer, «el hijo de la mañana»; ese pecado envió terror a todo el universo. Pero su plan de amor ya estaba en marcha: enviaría a su Hijo. Ese amor fue mayor que el odio, la codicia y las mentiras arrojadas por el maligno a los descendientes de la perfecta pareja del Edén. Por última vez, el Hijo se Presentó ante el trono del Padre y al instante, más rápido que la velocidad de la luz, el Hijo se convirtió en un cálido puntito de luz en el oscuro vientre de María.* «Él dejó el trono de su Padre arriba, libremente y por su infinita gracia. Se vació a sí mismo por amor a la indefensa raza de Adán. Qué misericordia, inmensa Y gratuita, me encontró a mí. ¡Qué increíble amor! ¿Cómo puede ser que tú, mi Dios, murieras por mí?» (Charles Wesley).