«Oh Dios, ¡pon en mí un corazón limpio!, ¡dame un espíritu nuevo y fiel!» (Salmo 51: 10).
Estaban jugando a que eran dos zombis levantados de los muertos cuando chocaron contra el carísimo jarrón. Mi buena amiga Lhamo, y su hermano, se quedaron mirando los trozos con horror, dándose cuenta de que su madre pronto llegaría a casa. Es el típico dilema de la infancia. Sonreían mientras echaban pegamento a los pedazos porque veían que iba a quedar perfecto. Lhamo se cortó en una mano, pero ella misma se la vendó y se sentó a esperar lo peor. La mamá no se dio cuenta de que el jarrón se había roto, pero enseguida se fijó en el corte en la mano de su hija. Cuando le preguntó qué le había pasado, ella tuvo que contárselo todo. Lo que más me gusta es que, en vez de soltarles un sermón en la línea de que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, la mamá de Lhamo le dio esta orden: «Cuando te hagas daño, ven inmediatamente a mí. Cuando necesites ayuda, ven inmediatamente a mí. Cuando te duela algo, ven inmediatamente a mí. No me importa lo que hayas hecho, no te escondas de mí». Dice mi amiga Lhamo que aquella fue la primera vez que se dio cuenta de que su madre no era una de esas personas de las que debes huir cuando tienes problemas, sino de las personas a las que debes recurrir.
El rey David también se dio cuenta de que Dios es de ese mismo tipo de personas. Primero, David se acostó con la mujer de otro hombre, después envió a ese hombre al frente de batalla para quitárselo de en medio. Dios envió al profeta Natán para que hablara con David, que se dio cuenta inmediatamente de que había pecado. Se sintió tan mal que escribió el Salmo 51. En ese Salmo, como verás, David no intenta ocultar su pecado ni justificarse por lo que hizo. Había aprendido la lección que Lhamo aprendió aquel día: cuando tengas problemas, acude inmediatamente a Dios. Sé que es lo contrario de lo que uno quiere hacer; uno quiere ocultarse de Dios, pero lo cierto es que debernos acudir a él lo antes posible.
Mi versículo favorito de este Salmo es el del texto de hoy: el ruego de David para que Dios cree en él un corazón limpio y fiel, que sustituya al corazón sucio e infiel que él tiene por naturaleza. Esto es algo que no podemos hacer por nosotros mismos, y por eso mismo huir de Dios es inútil. Si realmente querernos que nuestro corazón cambie, si queremos libertad del pecado, tenemos que ir al único que puede cambiarnos. ¿Te estás ocultando de Dios? ¿Estás intentando ocultar tus pecados de él? Pues te recomiendo que en lugar de huir de él, salgas a su encuentro. No puedes borrar tus pecados ni cambiar tu corazón por ti mismo.