«En aquellos días él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios». Lucas 6: 12.
LA MAJESTAD DEL CIELO, mientras se ocupaba de su ministerio terrenal, oraba mucho a su Padre. Frecuentemente pasaba toda la noche postrado en oración. A menudo su espíritu se entristecía al sentir los poderes de las tinieblas de este mundo, y dejaba la bulliciosa ciudad y el ruidoso gentío, para buscar un lugar apartado para sus oraciones intercesoras. El monte de los Olivos era el refugio favorito del Hijo de Dios para sus devociones.
Frecuentemente después de que la multitud lo había dejado para retirarse a descansar, él no descansaba, aunque se sentía agotado por la labor del día.
En el Evangelio de Juan leemos: «Cada uno se fue a su casa, pero Jesús se fue al monte de los Olivos» (Juan 7: 53-8: 1). Mientras la ciudad estaba sumida en el silencio, y los discípulos habían regresado a sus hogares para descansar, Jesús no dormía. Sus ruegos ascendían a su Padre desde el monte de los Olivos pidiendo que sus discípulos fuesen guardados de las malas influencias que enfrentarían a diario en el mundo, y para que su propia alma pudiera ser fortalecida y revitalizada para enfrentar las obligaciones y las pruebas del día siguiente.
Mientras que sus discípulos dormían, su divino Maestro pasaba toda la noche orando. El rocío y la escarcha de la noche caían sobre su cabeza inclinada en oración. Él dejó su ejemplo para sus seguidores.
Cristo, mientras se ocupaba de su misión, se dedicaba frecuentemente y sinceramente a la oración. No siempre visitaba el monte de los Olivos pues sus discípulos conocían su refugio favorito, y a menudo lo seguían. Elegía la quietud de la noche cuando nadie lo interrumpía. Jesús podía sanar a los enfermos y resucitar a los muertos. Él mismo era una fuente de bendición y fortaleza. Mandaba aun a las tempestades, y ellas le obedecían.
Ni el pecado ni la corrupción lo habían podido contaminar; sin embargo oraba, y a menudo lo hacía con profundo llanto y lágrimas. Oraba por sus discípulos y por sí mismo, identificándose con nuestras necesidades, nuestras debilidades y nuestros fracasos, que son tan característicos de nuestra humanidad. Pedía con poder, sin poseer las pasiones de nuestra naturaleza humana caída, pero provisto de debilidades similares, «tentado en todo según nuestra semejanza» (Heb. 4: 15). Jesús sufrió una agonía que requería la ayuda y el apoyo de su Padre.— Testimonios para la iglesia, t. 2, pp. 450-451.