“Estas son las ofrendas que deberán quemar en mi honor: diariamente y sin falta, dos corderos de un año que no tengan ningún defecto. Uno será sacrificado por la mañana y el otro al atardecer” (Números 28:3,4).
En el antiguo Israel, no había ningún momento en el cual algún animal no fuera sacrificado y su sangre derramada. ¿Cuál era el propósito de esa carnicería?
Hace un par de años, tras diez días de viaje, regresamos a casa y vimos a nuestro vecino trabajando en la valla que compartimos. Yo había hablado con una mujer “mayor” hacía semanas, y había deducido que era la abuela.
Aquella era mi oportunidad de conocer al resto de la familia y comencé a hablar con un hombre de mediana edad que aparentaba estar cuerdo. Mientras hablábamos, le pregunté por la anciana. Parecía desconcertado. Dijo que no estaba seguro de a quién me refería, así que insistí en que había hablado con una anciana muy simpática y me preguntaba si tenían familiares visitándolos. “No -respondió-, solo somos mi esposa y yo”.
Lamentablemente, no cerré la boca. Al parecer, esa parte de mi cerebro que conecta las neuromas para formular pensamientos coherentes no estaba funcionando. “Vi a una anciana aquí. Esto no tiene sentido”. Por aquel momento, mi esposa me estaba haciendo señas, pero ni me di cuenta. Entonces, la “anciana” salió al patio. Mi vecino dijo: “Hola, mi amor” y al mismo tiempo yo exclamé: “¡Ahí está!” Estreché su mano con fuerza, era la prueba de que yo no estaba loco y, triunfalmente, anuncié que nos habíamos visto antes.
Afortunadamente, ya sea porque lo ha olvidado, porque no se dio cuenta, o porque es extremadamente cortés, mi vecino y yo nos llevamos muy bien.
A veces, cometemos errores, Incluso pecamos, y no nos damos ni cuenta (lee Lev. 4). Necesitamos estar bajo la protección que la muerte de Jesús nos ofrece, hasta que tengamos la oportunidad de confesar nuestros pecados y hacer las cosas bien.
La razón de todos los sacrificios que se hacían cada día, semana, mes y año (ver Lev. 16) era la de otorgar perdón hasta que tuvieran la oportunidad de darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Jesús nos protege a nosotros del mismo modo. Nosotros también tenemos que arrepentirnos cuando nos damos cuenta de que hemos cometido un error, y él nos ofrece protección a través de su sangre.