Sean nuestros hijos como plantas crecidas en su juventud, nuestras hijas como esquinas labradas como las de un palacio. (Sal. 144: 12)
No olviden los padres el gran campo misionero que tienen en el hogar. Cada madre posee un legado sagrado de Dios en los hijos que le son confiados. «Toma este hijo, esta hija», dice Dios, «y críalo para mí. Dale un carácter labrado como un palacio para que brille en los atrios del Señor para siempre» (Review and Herald, 23 de noviembre, 1905).
Sea ésta la decisión de cada miembro de la familia: seré cristiano, porque en la escuela de aquí abajo debo formar un carácter que me asegure la entrada al curso superior, la escuela de arriba…
Haced la vida de hogar lo más parecida posible al cielo. No olviden los miembros de la familia, al reunirse alrededor del altar familiar, de orar por los hombres que ocupan cargos de responsabilidad en la obra de Dios. Los médicos de nuestros sanatorios, los ministros del Evangelio, los encargados de nuestras editoriales y escuelas necesitan vuestras oraciones. Son tentados y probados. Al rogar a Dios que los bendiga, vuestros propios corazones serán subyugados y suavizados por su gracia. Estamos viviendo en medio de los peligros de los últimos días y debemos limpiarnos de toda contaminación y ponernos el manto de la justicia de Cristo (Id., 28 de enero, 1904).
Hermano y hermana míos, os insto vivamente a prepararos para la venida de Cristo en las nubes de los cielos. Echad de vuestros corazones cada día el amor al mundo. Experimentad lo que significa el compañerismo con Cristo. Preparaos para el juicio, para que cuando Cristo venga para ser visto de todos los que creen, estéis entre los que lo verán en paz. Ese día los redimidos brillarán en la gloria del Padre y del Hijo. Los ángeles, con los sones de sus arpas sagradas, darán la bienvenida al Rey y a sus trofeos de victoria: los que han sido lavados y emblanquecidos por la sangre del Cordero. Se expresará un canto de júbilo que llenará el cielo (Id., 23 de noviembre, 1905).
Tomado de: «En Lugares Celestiales»
Por Ellen White