«Bendeciré al Señor con toda mi alma; no olvidaré ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas mis maldades, quien sana todas mis enfermedades» (Salmo 103: 2, 3)
¿Cuándo fue la última vez que tuviste la gripe? ¿Recuerdas cuán abatido te sentías: escalofríos, fiebre, la cabeza a punto de estallar y todo el cuerpo dolorido? Probablemente tu madre llamó al médico y este te recomendó reposo en cama, beber mucho líquido y tomar algún medicamento. En una situación normal, quedarse en la cama es uno de los peores castigos que existe, sin embargo, cuando estás tan enfermo, haces cualquier cosa para recuperarte, ¿no es así?
Quizás tu tía sugirió que tomaras una infusión bien caliente, o tal vez tu abuela recomendó a tu madre que te untara alguna loción apestosa en la espalda y en el pecho. Si te sentiste lo suficientemente miserable, quizás le pediste a tu madre que al menos probara aquellos remedios. Transcurridos unos días, tu gripe siguió su curso y tu malestar disminuyó. En una semana estabas de vuelta en la escuela, con la cara más pálida y con más delgadez, pero sintiéndote bien.
Si hubieras vivido en Londres, Inglaterra, en 1665, posiblemente tu gripe habría tenido un final muy diferente. En lugar de sentirte mejor con el paso de los días, tu malestar se habría ido agravando. Te habría brotado un sarpullido que más tarde degeneraría en llagas. La zona de las axilas se te habría hinchado y sentirías dolor en la parte inferior del estómago. En poco tiempo, la enfermedad habría atacado tus pulmones impidiéndote respirar con normalidad. Los síntomas que he descrito no son los síntomas de la gripe, sino los de la peste bubónica.
Todavía hoy aparecen nuevas enfermedades que hacen que los científicos se apresuren a estudiarlas en sus microscopios y en sus tubos de ensayo. Tan pronto como los expertos se felicitan por encontrar la cura para un tipo de enfermedad, aparece una nueva variedad. El salmista dice: «Bendeciré al Señor […] quien sana todas mis enfermedades». El Señor se ofrece a proporcionarnos la auténtica cura para la terrible enfermedad del pecado. La cura es la vida eterna.
Tomado de:
Lecturas devocionales para Menores 2014
“En la cima”
Por: Kay D. Rizzo