Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas […] a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo. Efesios 4:11-13.
Antes de 1856, Elena de White había sido objeto de críticas en forma creciente, por parte de sus detractores. Por consiguiente, los sabatarios sentían una imperiosa necesidad de desarrollar una teología de los dones proféticos e integrar ese concepto a su paquete teológico completo. En febrero de ese año, Jaime White escribió un artículo que exponía su opinión sobre el tema.
Primero, proveyó varios textos que indicaban que los dones del Espíritu (incluyendo el de profecía) permanecerían en la iglesia hasta la Segunda Venida.
Luego, se centró en Joel 2:28 al 32, que contiene la promesa de un derramamiento del don de profecía; señalando que el Pentecostés únicamente fue un cumplimiento parcial y que el verdadero énfasis de Joel implicaba un derramamiento especial del don de profecía sobre el “remanente” del versículo 32.
White, luego, equiparó al remanente de Joel 2:32 con el remanente de los últimos días de Apocalipsis 12:17, que guardaría los Mandamientos y tendría “el testimonio de Jesucristo”. Y, “¿qué es el testimonio de Jesucristo?”, preguntó Jaime. “Dejaremos que el ángel que le habló a Juan responda a esta pregunta. Dice: ‘El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía’ (Apoc. 19:10)”. En conclusión, White presuponía que la marca especial de la iglesia de Dios de los últimos días sería el reavivamiento del don de profecía; don que firmemente creía que poseía su esposa.
Así, para 1856, los sabatarios no solo habían racionalizado una interpretación bíblica del don de profecía, sino además la habían encuadrado dentro de aquellos pasajes apocalípticos que proporcionaban su propia comprensión de sí mismos y su identidad. Como resultado, la doctrina de los dones espirituales, a mediados de la década de 1850, había llegado a ser una de esas enseñanzas bíblicas (junto con la del sábado, el Santuario, la Segunda Venida y el estado de los muertos) que comenzó a caracterizarlos, dentro del mundo religioso, como un cuerpo eclesiástico único.
Pero, una vez más, en su artículo de febrero de 1856, Jaime recalcó la verdad de que una persona “no puede […] saber cuál es su deber a través de cualesquiera de los dones. Decimos que, en el preciso momento en que lo hace, coloca los dones en el lugar incorrecto, y asume una postura extremadamente peligrosa”.
Gracias, Señor, por la claridad de los pioneros adventistas sobre la centralidad de la Biblia y el lugar del don de profecía. Ayúdame a ser igualmente claro.
Tomado de: Lecturas devocionales para Adultos 2014 “A menos que Olvidemos” Por: George R. Knight