«Miren cuánto nos ama Dios el Padre, que se nos puede llamar hijos de Dios, y
lo somos. Por eso, los que son del mundo no nos conocen,
pues no han conocido a Dios» (I Juan 3: 1).
Kelly, de cinco años, creía que todas las cosas tenían vida propia: sus juguetes, su colección de piedras, sus conchas marinas, los muebles… Un sábado, su mamá invitó a unos amigos a cenar a la casa y le pidió que alistara la mesa mientras ella se cambiaba. Cuando regresó, encontró a Kelly conversando con los tenedores, los cuchillos y las cucharas de uso diario. «No se sientan mal porque mi mamá sacó hoy los cubiertos de plata —les dijo Kelly cariñosamente—. Solo quiere darles un día de descanso. Les prometo que mañana los usaremos otra vez».
Kelly creció, y llegó a la etapa de las muñecas Barbie y los muñecos Ken. A Kelly le encantaba su mundo de miniatura. Cada día, antes de guardar sus muñecas, vestía a cada una y las colocaba en posición en su casita de muñecas. Aunque nunca se lo dijo a nadie, ella creía que cuando salía de su habitación, sus muñecas cobraban vida.
Esperando poder capturarlas en acción, más de una vez gateó silenciosamente desde la sala hasta su habitación. Al ver que las muñecas estaban exactamente como las había dejado, concluyó que eran muy inteligentes. La oían llegar y se colocaban en sus lugares.
Un día se dio cuenta de que sus Barbies no eran personas reales, sino solo juguetes. La pequeña fantasiosa se había convertido en una adolescente que soñaba con conocer a un verdadero «Ken».
Cada vez que tengo que tomar una decisión difícil, me acuerdo de Kelly y de sus muñecas. Cuán fácil sería todo si Dios pudiera moverme como lo hacía ella con sus muñecas. Pero cuando Dios creó a las personas, no quiso que fueran como muñecos de plástico. No quería juguetes mecánicos que dijeran «te amo» cada vez que nos apretara un botón. Él esperaba más de nosotros que lo que Kelly recibía de sus muñecas. Él esperaba amor. Por mucho que Kelly amara a sus muñecas y las cuidara, ni una sola de ellas podía expresar amor hacia ella. Por eso Dios no creó un Adán robot o una Eva de plástico sino hijas e hijos de verdad, vivos, traviesos, e incluso difíciles, que pudieran apreciar el amor que él les ofrecía y que decidieran amarlo a cambio.
Tomado de: Lecturas devocionales para Menores 2014 “En la cima” Por: Kay D. Rizzo