“He aquí, bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga; por tanto, no menosprecies la corrección del Todopoderoso […]. Porque él es quien hace la llaga, y él la vendará; él hiere y sus manos curan”. Job 5:17,18
Eran las 2:00 del 9 de febrero de 2010 cuando sonó el teléfono. Tras meses de incertidumbre, mi familia recibió la terrible noticia. Por fin mi enfermedad tenia nombre: leucemia.
Mis seres amados quedaron desolados, confundidos, muy tristes, pero decidieron poner mi vida en manos de Dios. A mí no me dijeron nada. Me enteré por casualidad días después, y aunque aparentemente era algo terrible, el Señor fortaleció mi corazón y en ningún momento sentí temor ni angustia.
Mi familia, los amigos y la iglesia comenzaron a orar por mí. Casi inmediatamente, por recomendación de un buen hermano, empecé a tomar remedios naturales.
Los meses que siguieron fueron muy difíciles. Mi piel quedo pegada a los huesos; los dolores eran tan terribles que aún el más leve contacto con mis amados me producía un gran sufrimiento. Por las noches no podía dormir, y en medio de terribles dolores, levantaba mis manos al cielo y rogaba a Dios que se me quitara aquel aguijón insoportable. Entonces, casi inmediatamente podía sentir las manos de mi Salvador, que con una delicadeza extrema masajeaba mis piernas adoloridas y consolaba mi espíritu.
Después de un año de sufrimiento empecé a recibir quimioterapia y, para sorpresa de todos, no me afectó como se esperaba. Incluso mi médico, que se había enojado conmigo por poner a Dios antes que a la medicina, tuvo que reconocer cuán poderoso es Jesús, mi Salvador.
Mis hermanos fortalecieron mi fe con sus visitas y oraciones. Poco a poco los dolores cedieron y empecé a mejorar. Mis hijos y nietos celebraban cada uno de mis progresos. Estoy convencida de que Dios utilizó esta enfermedad para que el mensaje de salvación pudiera ser oído por muchas personas que de otra forma no habrían escuchado del amor de Dios. También mi familia se unió más y dependió más del Señor.
No sé cómo habría podido soportar esta enfermedad tan dolorosa y triste si su mano no hubiera sostenido la mía. Sin duda Dios “venda las llagas […] y sus manos curan” (Job 5:18).
Carlota D. Cerdán de García, Perú
Tomado de: Lecturas devocionales para Damas 2014 “De mujer a mujer” Por: Pilar Calle de Hengen